Cualquier currante que se deja
las pestañas, la espalda y la moral durante 8 horas al día para malvivir con un
sueldo de mierda, ansía esperanzado a que llegue el día en que ya no tenga que
aguantar media vida metido en una oficina rodeado de ineptos, vagos y pelotas.
“Un retiro dorado”, piensan. “Si
la próstata, el corazón, el hígado y mi salud mental sobreviven al llegar a los
65 y si me he privado de suficientes cosas ahorrando estos 30 años como para ahora no tener que andar rebuscando
en los contenedores, porque pensión no voy a cobrar, y si no tengo al cargo un
hijo yonki, una hija ninfómana ni una mujer neurótica obsesionada con las
medallitas de la Virgen de la Macarena, igual puedo tocarme los huevos el resto
de mi vida con cierta decencia”.
Todo esto suena muy bonito,
elaboran planes para hacer todo aquello que no han podido hacer en los últimos
40 años, se apuntan a cursos de todo tipo: pintura abstracta, sexo tántrico, el
típico pilates… porque, ¿quién no ha estado alguna vez en una clase de pilates
rodeado de jubilados que no se llegan ni con la mano a la rodilla? Uno se
apunta a una actividad diferente para ver si liga, y ya ves…
Sin embargo, la realidad de todo
esto es que el jubilado acaba aburriéndose. No todos, claro, pero sumando a los
que descubren que no saben ni pintar una “o” con el culo de un vaso, a los que
no se les levanta ni con sexo tántrico ni con viagra, y a los ases del pilates
que acaban tirándole los tejos y la dentadura postiza a la única mujer de menos
de 50 años que hay en la clase, acaban quedando muy pocos con grandes
motivaciones en su vida.
Entonces el desanimado jubilado cae en la cuenta de que tiene una motivación
para vivir, algo más grande que todo aquello: su adorable nieto de dos años. Y de pronto resurge de sus
cenizas el super-abuelo-mega-guay para adoptar una nueva e ineludible misión:
mostrar su nieto al mundo. Quiera el mundo o no quiera. Da igual. Es su misión,
y tú, desgraciado mundo, te lo vas a comer con papas.
Las primeras y principales
víctimas de esta impetuosa cruzada senil son los ex compañeros de oficina del
jubilado. Sí señor, porque, ¿Quiénes mejor que aquellos que han aguantado
estoicamente los videos de tu boda, las fotos de tu viaje de novios, los
regalos de tus hijos recién nacidos, tu divorcio, tu segunda boda, tu segundo
divorcio, tu calvicie, tu reuma y tus achaques de viejo durante décadas, para
soportar durante un rato a la mocosa encarnación de la perpetuación de tus
genes?
Así que ni corto ni perezoso,
coge a su nieto de la mano y se dirige a su ex oficina como un misil
tierra-aire imparable hacia su objetivo.
Y así un día, que suele ser lunes
por la mañana, quizás que porque el jubilado se ha pasado todo el fin de semana
viendo videos antiguos de “Juan y Medio” y anda aburrido, o quizás porque en el
fondo sabe que así va a joderte un poquito más, un chillido agudo en la puerta
de tu oficina a las 8 de la mañana te saca de tu adormilado ensimismamiento. Y
ahí está la diabólica pareja: el jubilado con su nieto.
Enseguida una horda de
hiperventiladas mujeres, todas las de tu oficina (menos una que se queda en su
sitio tecleando con cara de mala hostia. Es la “odiadora de niños”, otro
espécimen típico del que hablaremos en otra ocasión) corre hacia la puerta
atropellando todo lo que encuentra a su paso, emitiendo extraños sonidos
materno-guturales y exclamando cosas como “¡qué cosita!” “¡Huy qué guapo!”
Aunque el crío sea más feo que un hijo entre Santiago Segura y Belén Esteban.
Y la pesadilla comienza: el
mocoso zapatea, chilla, coge todo lo que ve por las mesas y lo tira al suelo…
pero haga lo que haga, el adorable infante es lo más tierno y bonito del mundo
y provoca risas, admiración e incluso alguna que otra lágrima. El jubilado va
mesa por mesa con su nieto, saludando a cada uno y obligando a todos a dar un
beso al maldito crío. Ves como ya va por la mesa de al lado tuya, ves cómo el
niño baña de babas y mocos a tu compañera de al lado, cosa que a ella le
provoca una histérica e incontrolable risa, y a ti náuseas y pánico…porque eres
el siguiente.
Entonces llega el fatídico
momento. El jubilado se sienta frente a ti. El crío manosea tus cosas, llena de
babas tu grapadora y tus bolígrafos, y no te atreves ni a despegar la vista de
tu teclado…
Pero ves que algo imprevisto
ocurre… el jubilado no reacciona, se queda como en trance… tus compañeros miran
hacia tu mesa… Y caes en la cuenta de que la Ley de Murphy tenía razón: si hay
algo que puede ir a peor, va a peor.
Porque ante la alegría del abuelo
y las risas de tus compañeros, aciertas a oler lo que ha ocurrido: el crío,
seguramente con la peor intención del mundo, ha esperado a encontrarse frente a
ti para hacerse encima sus necesidades.
Y eso parece ser tan tierno y tan
gracioso… El tropel femenino corre ahora hacia tu mesa, haciendo aspavientos
con sus manos alrededor de sus narices y riendo como hienas, exclamando:
“huyyyy caquitaaaa”.
Y en una macabra burla de la Ley
de Murphy, ante la negativa de la horda femenina de cambiar al crío en los
baños de la oficina porque “hay muchos microbios” (como si la mierda del niño
no tuviera microbios), deciden cambiarlo en la mesa desocupada que está justo a
tu lado. “A ver si vamos a molestarte”, te dice tímidamente el jubilado. Pero
es acallado por el entusiasmado griterío femenino, parecen pelearse por cambiar
al crío, jamás vi una cosa igual. Las mismas mujeres que huyen despavoridas
cuando una cucaracha aparece luchan denodadamente por cambiar el pañal a un
mocoso.
No sabes qué hacer: temes hacer un
desplante si te levantas y te vas, pero por otra parte estás al borde del brote
psicótico cuando siete manos a la vez intentan quitar el pañal y el griterío y
el olor se hacen más fuertes. Entonces optas por una solución intermedia:
contienes la respiración, y sin levantarte de tu silla, metes la cabeza debajo
de la mesa cual contorsionista chupatintas,
como si buscaras algo que se te ha caído, para no ver, ni oler, ni oír…
quizás con suerte haya allí debajo un agujero de gusano que te transporte a la
era de los dinosaurios.
Y al fin, cuando el jubilado se
va con su arma de destrucción masiva, las féminas materno-entusiastas vuelven a
sus mesas y todo vuelve a la calma, respiras tranquilo… o no tanto, porque
cuando vuelves a tomar aire te das cuenta de que entre tanto ajetreo, alguien
ha dejado el pañal de ese diablo en el fondo de tu papelera…